Reinas del abismo - Braddon, Mary E.; Wenzel Ellis, Sophie; Pendarves, G. G.; Smith, Lady Eleanor; Douglas Kerruish, Jessie; St. Clair, Margaret; Frieyro Gutiérrez,... (2024)

Una revelación

Mary E. Braddon

I

-Y ESTA DETERMINACIÓN SUYA de marcharse a Inglaterra ¿no es un poco repentina?

-Lo es -contestó el coronel Desborough-. Y son tantos los años que llevo en la India que es probable que en mi propio país no consiga sentirme tan en casa como aquí. Y llevo tantos años en la India que quizá la sienta más hogar que mi propio país. Pero un viaje por mar me vendrá bien, eso dicen los médicos. De un tiempo a esta parte no me encuentro nada bien.

-Es cierto que le he visto desmejorado, y que también parecía muy deprimido. ¿Le sucede algo? Y disculpe la pregunta.

-Mi estimado Breakspear, nuestra amistad justifica una pregunta tan natural. En efecto, sí que me sucede algo, y no es bueno, nada bueno. Salvo a mis dos médicos, no he mencionado a nadie la causa de mi mala salud y de mi abatimiento; pero, como el Jumna parte la semana que viene y quizá no volvamos a vernos nunca más, se la confiaré a usted.

-Ahí está ese pesimismo de nuevo. Por supuesto que nos volveremos a ver, y espero que tenga esposa para entonces. Debiera usted casarse, Desborough; lleva solo demasiado tiempo.

-No -contestó el coronel-. Estoy a punto de cumplir los cuarenta y, en mi opinión, es difícil que a esas alturas de la vida pueda uno cambiar ya de costumbres o de ideas. Una esposa de mi edad se encontraría en la misma situación... chocaríamos. Y una más joven me importunaría. Pero dejemos lo del matrimonio, es una cuestión sobre la que no merece la pena discutir.

-Bien, pues entonces volvamos a la causa de su afección.

-¿Recuerda nuestra expedición a las montañas y la cacería del tigre?

-Sí, claro, hace solo cinco meses; estaba usted muy bien por entonces... Con el ánimo por las nubes, lo recuerdo.

-Y esa fue la última vez que lo estuve -replicó Desborough apesadumbrado-. Como sabe, le seguimos el rastro a nuestra pieza hasta lo más profundo de la jungla, y allí lo matamos. Al regresar, había una luna llena que lo iluminaba todo como si fuera de día. Yo iba a la cabeza mientras avanzábamos en fila india por la angosta senda. Por delante todo aparecía despejado; solitario, de hecho. De repente, divisé a escasos pasos de donde me encontraba la figura de un viejo amigo a quien no había visto y en quien no había vuelto a pensar en muchos años; y, sin embargo, allí estaba, de pie en medio del sendero. Levantó un brazo e hizo un gesto para que me acercase.

-Por fuerza tuvo que ser una sombra -observó prudente el mayor Breakspear, advirtiendo la palidez y el nerviosismo que se habían ido apoderando de Desborough mientras hablaba.

-Lo mismo pensé yo entonces, estaba convencido de que la visión no era más que una jugarreta de la memoria. Pues bien, deseché de mi cabeza el asunto; pero -y bajó la voz-, una noche o dos después, mientras me miraba en el espejo del tocador, lo vi justo a mi espalda, de pie en mitad de la habitación. Volvió a hacerme un gesto, invitándome a que lo siguiera. Lo más extraño de todo es que, aunque lo reconocí a la perfección, ya no era un hombre joven, como cuando lo vi por última vez, sino que tenía el pelo y la barba grises como el acero, y su aspecto era el que indudablemente tendría si hubieran pasado quince años.

-Pura imaginación -dijo el mayor-. ¿Y ha experimentado alguna otra reaparición de este... fenómeno?

-¡¿Alguna reaparición, dice usted?! Ojalá pudiera decir que no. Le veo con frecuencia y en los momentos más inesperados..., y no siempre por la noche, aunque sí que generalmente plantado entre las sombras, como en esa hornacina de ahí, por ejemplo. -Y lanzó una mirada nerviosa hacia el hueco mientras hablaba-. No soy supersticioso, y nunca he creído en las manifestaciones espectrales. He luchado en batallas y he sido testigo de los horrores de un asedio prolongado, pero he de confesar que no hay nada que me haya sobrecogido tanto como esta aparición.

-Es muy extraño, desde luego; y dice usted que ni siquiera había pensado en su amigo recientemente -observó el mayor Breakspear.

-Para nada. Es tres años mayor que yo; coincidimos en las academias de rugby y de Sandhurst. A la muerte de su padre, heredó el título de baronet y se casó. Yo me vine a la India a los dieciocho años, y solo regresé a casa de permiso cumplidos los veinticuatro. Supe que mi viejo compañero de academia se había quedado viudo y que tenía una niña pequeña. Eso fue hace quince años. Mantuvimos alguna correspondencia, pero no he tenido noticias suyas ni he pensado en él durante los últimos diez. Bueno sí, hace dos o tres años leí en The Times que había contraído nupcias por segunda vez. Y ahora se diría que estoy poseído por él; cuando duermo sueño con él, y al despertar me lo encuentro ahí de pie, en mitad de la habitación. La cuestión es, Breakspear, ¿estoy loco?

El mayor Breakspear, notando el estado de extrema agitación en el que se encontraba su camarada, le apoyó una mano amiga sobre el hombro.

-No no -dijo-, no lo piense ni por un instante; es un desequilibrio fisiológico, solo eso.

-En Demonología y brujería, sir Walter Scott se hace eco de la historia de un caballero, miembro de las más altas instancias de la administración de justicia, a quien rondaba de forma pertinaz una presencia imaginaria y que, de hecho, acabó consumiéndose y muriendo por tan terrible experiencia. Puede que a la larga yo corra la misma suerte. Mi raciocinio no está capacitado para combatir los efectos de lo que o bien es una realidad o bien un producto de una mente enferma.

El mayor Breakspear contempló a su amigo atentamente, reparando en lo mucho que se había consumido aquel cuerpo antaño fornido, y en cuan demacrada estaba su cara, antes apuesta y franca. Desborough había destacado como uno de los hombres con mejor planta del ejército, con su más de metro ochenta de estatura, un espléndido físico, ágil y activo, una pose elegante y erguida y la cabeza siempre firme y echada hacia atrás; tenía un fino rostro sajón, rasgos clásicos, una tez sana (muy bronceada por el sol), ojos azules y el pelo rubio oscuro. A sus treinta y ocho años era mucho más atractivo que un buen número de hombres más jóvenes que él.

-La travesía calmará sus nervios y le fortalecerá -acertó a decir Breakspear-. Le aconsejo que parta con la mayor premura posible.

Después de que el mayor se marchara, el coronel Desborough empezó a pasearse por la habitación, sumido en sus pensamientos.

-No no -se dijo a sí mismo-, no estoy loco, pero estoy decidido a resolver este misterio. Iré a ver a Henry Chalvington. Si me marcho a Inglaterra no es solo por mi estado de salud. -Entonces hizo pasar a su edecán-. ¿Ha decidido ya si me acompañará o no, Blencoe?

Blencoe, un hombre atractivo de unos treinta años, le hizo el saludo militar.

-Iría con usted hasta el fin del mundo, coronel, pero... no a Inglaterra.

-Supongo que, al igual que me ocurre a mí, no le une a usted ningún lazo con nuestro país.

-Al contrario, señor, tengo uno y con ese me basta... ¡una esposa!

El coronel no pudo reprimir una carcajada.

-¡Me sorprende usted! -dijo-. No tenía ni idea de que fuera un hombre casado.

-Aquí nadie lo sabe, coronel; es más, si me alisté en el ejército fue para esconderme y huir de ella. Blencoe no es mi verdadero nombre. Llevo aquí seis años, un tiempo que dista mucho de ser suficiente para haber alterado mi aspecto físico. Si me cruzara con mi esposa, aún me reconocería.

-Entonces viajaré sin asistente y contrataré uno cuando llegue a Londres. De haber aceptado acompañarme, le aseguro que no habría sido en balde. Su formación es excelente. -De hecho, Blencoe ocupaba un puesto de ayudante en la oficina del tesorero-. Podría haberme leído, y escribir al dictado durante el viaje, puesto que no me encuentro con fuerzas para ello.

El joven lanzó una mirada apesadumbrada al coronel.

-Si pudiera estar seguro de que no fuera a encontrarme con ella. Verá, señor. Yo estaba empleado de pasante en un despacho de abogados y un mal día me casé con esa mujer. Mi padre, que era metodista y, por tanto, un hombre muy estricto, me echó de casa. Empecé a trasnochar y mi jefe me despidió. Probé en el teatro, pero descubrí que no sabía actuar. Corrí un tupido velo sobre las idas y venidas de mi amada esposa. Salí huyendo y aquí estoy.

-No podría haber sido más gráfico y sucinto. Ya veo que no tiene usted ningún aliciente para viajar a Inglaterra.

-Al contrario, coronel, hay dos alicientes de peso. El primero es su compañía, señor, puesto que es usted un caballero; ha sido generoso conmigo y en más de una ocasión ha tenido la enorme bondad de alabar mi formación, que posiblemente habría sido mejor de no haberme comportado como un cabeza loca. El otro aliciente -prosiguió Blencoe, que bajó la cabeza para ocultar un brillo delator en sus ojos- es volver a ver el rostro de mi madre, si es que vive. De modo que creo que me arriesgaré, señor, y le acompañaré.

No había un hombre más valiente al servicio de Su Majestad que el coronel Desborough. Era inteligente, y sentía tanta devoción por la vida militar que, a pesar de disponer de una importante fortuna, heredada tras la muerte de un hermano mayor, había permanecido en la India y, hasta el momento, vivido...

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